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David, el hijo que no volvió

Foto: Flor de Milagros Núñez Chalco

La última vez que David Atequipa Quispe vio a la muerte, esta vestía un uniforme negro y verde olivo. Un día antes, soñaba despierto, pero con los pies firmes y hundidos sobre la tierra, sobre una pequeña zanja en la chacra. Entre sus dedos tenía semillas de quinua y papa que dejaba caer para que crezcan, como él lo hizo sobre el apu Huayhuaca, en lo más alto de Andahuaylas, abrazado por colinas y cerros en la región Apurímac. 

A unos cuantos pasos, en la pradera, entre vientos filosos, roquitas espesas y pinos ancianos, estaba su madre, Cilia Victoria Quispe Barasurda, una mujer de 40 años con muchos oficios —como lavar ropa y atender en restaurantes—, pero sobretodo agricultora quechuahablante que a diario le instruía sobre la sabiduría del campo.

David creció en una familia numerosa. Era el quinto de sus siete hermanos y hermanas, pero no vivía con todos y todas. La familia era compleja para un chico de 15 años, y la vida también. Ni qué decir de los orígenes, de la pertenencia, del hogar y de los amigos. De una línea de vida sobre la mano que se interrumpió tan rápido como el trayecto eterno de una bala de 5 milímetros que atraviesa el alma dejando un agujero que no se llena con nada. 

“Si no hablas, no habla”, menciona Cilia, sosteniendo el cuadro donde habitan los últimos gestos de su hijo. Allí, bajo las nubes, en una modesta vivienda de barro, Cilia sigue hablando con David como si él nunca se hubiera marchado. Detrás del vidrio, su hijo la observa, ahora con un corazón de papel dentro de una camiseta azul y una casaca blanca. Todos los días, ambos se miran como si fuera la última vez. Hay un diálogo íntimo entre Cilia y David.

Cilia y el hermano menor de David viendo su retrato. Foto: Flor de Milagros Núñez Chalco

¿Las fotografías son una dimensión o manifestación humana que aún no conocemos? David es uno en el pecho de su madre y David son muchos en el pecho de una protesta. Raida Cóndor, —madre de Armando Amaro Cóndor, estudiante de La Cantuta desaparecido por el Grupo Colina durante la dictadura de Alberto Fujimori— decía que la memoria de Armando se multiplicaba cuando muchas personas portaban o levantaban la fotografía de su hijo en las marchas o plantones.

David y las víctimas del régimen policial y militar de Dina Boluarte, están presentes en carteles, canciones, arengas y en las calles. Sus recuerdos repelen a las bestias de un régimen que se aferra con uñas y dientes al poder.

Silencioso.

En casa, David era un muchacho que guardaba las palabras, pero eso no le impedía proteger y ayudar a su familia. Sus 15 se habían quedado atrás, mientras él corría a un lugar que lo superaba. Se precipitaba para entender el peso de las responsabilidades. Sin embargo, había ocasiones en que vivir su edad era inevitable.

Esther, su hermana mayor con quien estudió en la misma escuela, cuenta que cuando acababan sus tareas o pendientes, se cocinaban o se iban a pasear. Cuando tuvo una hijita, David no dudó en darle una, dos y hasta tres manos para que la preocupación o la necesidad sean más soportables.

Ronald, su hermano mayor, cuenta que crecieron jugando y peleando, pero por encima de todo,  apoyándose. Ambos fueron muy cercanos desde pequeños, pero se distanciaron por asuntos familiares y laborales. La última vez que vio a David fue en Ica, cuando se quedó a vivir con él por tres semanas. Allí aprendió sobre maquinaria pesada y a pescar. “Ya no quería regresarse”, recuerda Ronald. 

Dylan, el hermano menor de David Atequipa Quispe. Foto: Flor de Milagros Núñez Chalco

A David no le gustaba demostrar su gusto por la música o eso parecía. No cantaba y tampoco bailaba. En las fiestas y reuniones familiares se quedaba mirando su celular. Tomaba algunas fotografías y observaba a quienes lo rodeaban. Un espectador sigiloso de la diversión, aunque no tanto, porque cuando veía un balón de fútbol era otro.

Todos los domingos le pegaba a la pelota y apenas terminaba la pichanga, retornaba a su casa. “A veces jugábamos fútbol en la cancha sintética, pero también hacíamos las tareas juntos”, cuenta Michel, pareja de su hermana mayor y compañero suyo. No era de andar en la calle. Era un chico humilde y obediente, según sus parientes y conocidos. 

Al volver a su hogar, había ocasiones en que David encontraba a su madre con los ojos cansados y tristes. Para reconfortarla y secarle las lágrimas, se sentaba a su lado y le contaba sobre sus sueños. David quería ser operador de maquinaria pesada como su hermano mayor y también un agente de la Policía, pero incluso así, sentía un vacío porque aspiraba a más. Cilia lo acompañaba en su imaginación y mientras más lo oía, su sonrisa se hacía más grande que la pena.

“Como sea voy a estudiar. Voy a terminar eso y voy a irme lejos, a Estados Unidos. Voy a trabajar ahí. Con mi propia plata haré una empresa y ya no voy a trabajar para la gente. Seré mi jefe y cuando tenga plata, ya no vas a llorar tanto, cuando tenga plata, voy a hacer tu casa”. Esas eran las palabras que le repetía David a Cilia. 

“Así me ha dicho su sueño”, comenta Cilia, con un sombrero sobre su cabeza, con el que jugaba David. “Asicito, te lo puedes poner asicito el sombrerito, asicito te cae mami”, le decía a Cilia.

Proyecto de vida de David, escrito en uno de sus cuadernos. Foto: Flor de Milagros Núñez Chalco

Cuando no era obrero, era estudiante, o ambas cosas.

David trabajaba desde los 12 años. Se ganaba unas monedas o billetes chambeando en lo que fuera. Una de sus metas más cortas era comprarse una mototaxi para conducirla por la mañana y por la tarde. Algunos conocidos suyos dicen que no hacía este tipo de movilidad, pero otros mencionan que sí sabía manejar y llevaba pasajeros de vez en cuando en una mototaxi prestada. 

Viviendo los azares de un niño trabajador halló un grupo en donde pudo sentirse identificado. Se había integrado hace seis años al Movimiento Nacional de Niños, Niñas y Adolescentes Trabajadores Organizados del Perú (Mnnatsop) en la base de la región Apurímac.

En aquella colectividad conoció a diversos compañeros y compañeras que como él, laboraban a su corta edad. Sus más pequeños colegas obreros tenían ocho años, y hacían oficios dentro y fuera de sus hogares. Fue delegado, participaba en talleres y era vocero ante las autoridades.

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Compañeras de Mnnatsop de David. Fotos: Flor de Milagros Núñez Chalco

Cuando no estaba trabajando, David era uno de los muchachos de buzo celeste azul marino sentados en la carpeta de la escuela Simón Bolívar del centro poblado de Tapaya en Andahuaylas. Estaba cursando el tercero de secundaria. Allí conoció a una de sus mejores amigas: Ruth o la ‘China’, como la conocían en el salón. 

Al inicio, David no hablaba mucho. Era nuevo y para su mala o buena suerte, también cayó la pandemia de la Covid-19 y no pudo socializar demasiado. Sin embargo, había grupos de alumnos y alumnas que se juntaban para hacer trabajos. “Ahí le conocí más, era un chico divertido”, dice su compañera. 

Cuando retornaron las clases presenciales, David faltaba algunas veces porque estaba trabajando para ayudar a su madre y hermanos menores. Pero, echaba de menos a sus compañeritos y ellos también, por eso buscó maneras para acudir más seguido. “Todos éramos como una familia”, dice su amiga.

Cuando piensa en David, Ruth recuerda aquel trabajo escolar que les tocó hacer sobre el reciclaje. Él no tenía mucho tiempo y ella no podía hacerlo sola. Ambos acordaron salir al anochecer, tras caminar un poco, hallaron unos foquitos de colores pintados con témpera que se trepaban por árboles y postes, y guardaron algunos en sus mochilas. Al día siguiente, presentaron las bombillas coloridas en clase y recibieron una nota sobresaliente. David y Ruth se miraron con una sonrisa cómplice ante la ovación de su clase.

Su profesora de quechua, Rosmari, dice que David era un chico al que no le gustaba mostrar su rostro. Prefería pasar desapercibido, por eso cuando lo miraban, volteaba a otro lado o se agachaba. “Era tranquilo, bueno con sus compañeros, nunca se metió en problemas”, cuenta.

La última vez que vio a David en el aula, estaba parado cerca a la pizarra. Había timidez en sus ojos, pero en sus manos no. Estaba serio. Tenía que traducir una oración del quechua al castellano y pese a que no asistió a algunas clases, lo hizo. 

“Era un chico autodidacta. Siempre le dije que a donde quiera que vaya, estudie. Él dijo, que sí lo haría. Se esforzaba en cumplir con sus responsabilidades”, menciona su maestra.

Algunos mencionan que David fue a la movilización por curiosidad, otros que escuchó el llamado de su comunidad, y hay quienes hablan de él como un adolescente con conciencia social y política.

La tarde del domingo 11 de diciembre, David y su madre almorzaban picante de atajo con arroz y canchita. En plena charla, David le dijo que había oído de la protesta que se estaba desarrollando cerca al aeropuerto de Huancabamba (Andahuaylas). 

El menor de los Atequipa Quispe siendo alimentado por su madre, Cilia. Foto: Flor de Milagros Núñez Chalco

“No vas a ir”, le dijo Cilia. “Quiero mirar”, le contestó David. La conversación se tornó en una ida y vuelta de comentarios sobre las personas que marchan y salen a las calles para volver o no volver. Luego de tanta insistencia, su madre se dio por vencida. “Rapidito voy a regresar”, dijo David. Agilizó los dientes, masticó el último bocado y se despidió de su madre.

David era de Huaytayoc (Lucanas, Ayacucho), pero también de Huayhuaca (Andahuaylas, Apurímac). 

El territorio de Andahuaylas pertenecía a la región de Ayacucho hasta el 28 de abril de 1873, luego pasó a ser parte de la región de Apurímac, según el libro Por los caminos de Apurímac del docente y escritor apurimeño, José Miranda Valenzuela. 

David nació y vivió su infancia en Huaytayoc, pero se mudó y vivió su adolescencia en Huayhuaca. Era un muchacho indígena dentro de un país que no lo conocía y que lo hubiera ignorado como a tantos otros para terminar de despedazar sus luchas y sueños, aunque su destino no fue ese.

Existe un artículo del escritor y antropólogo andahuaylino José María Arguedas llamado Algunas observaciones sobre el niño indio actual y los factores que modelan su conducta en donde habla de qué sienten y piensan los niños y niñas peruanos que solo hablan el quechua, y que en ocasiones van a la escuela y que más tarde se les impondrá una cultura diferente a su ser social.

David, según este texto de Arguedas, era un niño de las diosas montañas, de las piedras que se desplazan por las noches, de los árboles que hablan y sufren, de los insectos sentimentales y de los lagos, ríos y manantiales venerados.

Sin embargo, hay un párrafo que dice así: “El niño indio sabía que moriría indio; sabía, desde que alcanzaba el uso de razón, cuáles serían infaliblemente sus ocupaciones por el resto de su vida”. David no creía en que su camino estaba escrito, él lo forjaba con sus propios pasos y los de sus ancestros. 

David no era un chico común y Andahuaylas no es un lugar cualquiera. Huayhuaca, el cerro y el poblado del mismo nombre en donde vivía David, es considerado el más importante “apu” de la ciudad porque es un protector del valle de los vientos y las heladas.

Andahuaylas, tierra heredera de guerreros chancas que se sublevó y enfrentó al Imperio Inca, es un territorio histórico de victorias campesinas y de violentas represiones. 

La vista de la ciudad de Andahuaylas desde la nueva casa de Cilia. Foto: Flor de Milagros Núñez Chalco

La masacre de Ongoy en 1963, en donde cientos de comuneros fueron reprimidos brutalmente por exigir la devolución de sus tierras a los invasores, es una de tantos ejemplos de la memoria heroica indígena. El historiador Guido Chati lo explica en su libro De quién es la tierra, en donde indica que estas luchas entre los 60 y 70 trascienden entre generaciones y que para las comunidades son más representativas que lo sucedido durante el conflicto armado interno.

Por aquel momento, se formó la primera Asociación Campesina en la localidad de Uripa, agrupando a los distritos de Ancohuayllo, Cocharcas, Chincheros, Ocobamba y Ongoy. “El mitin de fundación se llevó a cabo el 29 de septiembre, fue la primera concentración del campesinado de la zona, donde llegamos a juntar más o menos 5 mil campesinos”, señala el libro Andahuaylas: La lucha por la tierra. Testimonio de un militante (Lino Quintanilla).

Otro episodio histórico ocurrió el 5 de julio de 1974, cuando el dirigente Lino Quintanilla lideró el movimiento campesino de Andahuaylas que ‘tomó’ las tierras de varias haciendas. El líder campesino de Tancayllo y muchos campesinos cuestionaron la famosa Reforma Agraria ya que no llegaba hasta su provincia y ellos mismos empezaron a dividir la tierra bajo sus propios criterios, lo que más tarde hizo reaccionar al gobierno de Juan Velasco Alvarado. Incluso el diario La Crónica publicó un informe titulado «Viva la Reforma Agraria en todo el país, ¿menos en Andahuaylas?”.

En su libro Toma de tierras y conciencia política campesina : las lecciones de Andahuaylas, Rodrigo Sánchez Enriquez, dice que Andahuaylas fue quizás el primer caso de movilización rural que se desarrolló bajo una perspectiva política de trascendencia nacional.

David había crecido en aquel lugar, y quizá sus ojos no hayan visto toda aquella historia descrita líneas arriba, pero ese lugar y sus caminos, sus rocas, sus árboles, sus aves, sus seres, todo ello se había vuelto parte de él. Andahuaylas se estaba escribiendo sobre el cuerpo y mente de David. 

Mediochamanta, realchamanta 
gamonalkuna llamkachihuark’anchik
maytak’kunan chay explotation
huiñaypak’ñam chinkachirk’anchik’

15 de julio. Huayno. Lino Quitanilla

El día que David no volvió a casa.

Luego de despedirse de su madre, David fue corriendo a la habitación de Michel, su cuñado, quien se encontraba descansando. “¿Vamos a comer capulí?”, le preguntó. “Ya”, le dijo Michel. Mientras ambos le quitaban la cáscara a aquellas frutas con tono y forma de ojos de búho, David le contó sobre ir a la protesta. Su cuñado volvió a aceptar. Uno de sus objetivos era grabar la movilización con el teléfono.

David y Michel estaban lejos de los cordones policiales. La represión policial y los gritos de la primera línea se escuchaban lejos, pero en unos minutos la violencia de las armas de los uniformados se oyeron más cerca. “¡Hay que grabar, hay que grabar!”, se dijeron entre ellos. 

En casa, Cilia estaba perdiendo la tranquilidad porque su hijo le había dicho que regresaría pronto. Había hablado por teléfono con David en el momento en que se encontraba en la manifestación. Cuando la preocupación fue insoportable, Cilia empezó a marcar el número de su hijo. El celular de David solo sonaba y sonaba. 

“Es bala, es bala, es bala”, vociferaban las personas. Todos empezaron a retroceder o replegarse. 

David y Michel se avisparon. Los sonidos de disparos raspaban sus tímpanos. “Tírate al suelo, tírate al suelo”, le dijo Michel y dio media vuelta. David hizo lo mismo, sus brazos y piernas apenas se movieron, pero sintió que su pecho se abría. Un proyectil lo alcanzó. Michel volvió a mirar a David y ya no estaba parado, ahora estaba tendido en el suelo. 

“Estoy bien, estoy bien”, decía David para calmar a Michel, quien estaba dominado por el miedo. Su cuñado se sacudió, reaccionó y empezó a pedir ayuda con todas sus cuerdas vocales. En aquel momento, las personas protestantes levantaron a David de las extremidades y lo llevaron a una ambulancia.

“Yo no pensé que él iba a morir. Nunca había visto morir a una persona a mi lado”, dice Michel.

David dejó de responder entre las 3:30 y 4:00 p.m., según Michel y otros testigos.

“Nos sentimos mal porque era parte de nuestra familia”. “Que siempre se lo recuerde, no hay que olvidarlo”. “Su muerte no fue en vano”. “Eso fue un asesinato”. “Las autoridades piensan que somos algo que puede ser usado, pero nosotros somos sujetos de derecho”. “A mí no me gusta Dina, porque no votamos por ella, cuando entró a la presidencia, todos nos pusimos mal”. “Cuando salimos a marchar, algunos nos dicen ¿para qué salen? ¿qué hacen acá afuera? Nosotros salimos para que escuchen nuestra voz”, dicen los compañeros y compañeras de David que pertenecen al Movimiento Nacional de Niños, Niñas y Adolescentes Trabajadores Organizados del Perú (Mnnatsop), luego de dos años del asesinato del joven escolar en diciembre del 2022

Los niños y niñas obreras tienen pena y rabia, pero se mantienen vigilantes para que su amigo alcance la justicia debida.

Rosmari, la profesora de quechua de David, dice que cuando se enteró de lo que le pasó a su alumno, fue a la puerta del hospital a esperar el cuerpo, había lluvia, pero aun así se quedó allí, junto a Cilia, la madre de David, a quien le dio el pésame. 

“Y pensar que el miércoles había salido a la pizarra. Fue muy triste su partida. Disparado brutalmente. Un menor de edad. Para mí no es justo. Fueron crueles, sin sentimientos. Sinceramente me da impotencia ver que están libres esos señores que lo asesinaron”, dice su maestra.

Ruth, compañera de carpeta de David, tenía el celular en la mano. El primer mensaje que recibió le hizo enojar. Pensó que era una broma de mal gusto. El mensaje era: “David falleció”. Luego su galería empezó a llenarse de videos en donde veía a David con los ojos cerrados y sin ninguna reacción en medio de un grupo de personas que querían auxiliarlo. Los chats grupales solo hablaban de David.

“Los videos eran fuertes… me quedé congelada… lloré. Me costó aceptarlo, le tenía bastante cariño”, dice Ruth.

Las autoridades del colegio se enteraron y ordenaron que ningún alumno o alumna salga de su hogar. Sin embargo, Ruth y algunos compañeros de su grado, hicieron carteles en sus casas y salieron a pedir ayuda para la familia de su compañero. 

“Fuimos en buzo y aunque no estuviera bien, igual salimos”, recuerda Ruth. Las personas se acercaban y les daban monedas. Unos vecinos les entregaron flores. Juntaron el dinero y se lo entregaron a la madre de David.

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El trayecto que Cilia realiza para llegar al nicho de David. Fotos: Flor de Milagros Núñez Chalco

El niño, el escolar, el obrero, el mártir

El lunes 12 de diciembre la población de Andahuaylas cargó en hombros los ataúdes de David y Beckham, un joven deportista que también perdió la vida el mismo domingo por la salvaje represión de los uniformados.

Ruth se encontraba entre la multitud junto a otros de sus amigos. Su madre le había dicho que no saliera, pero no hizo caso. Ella y sus compañeros de escuela decidieron acompañar a David en su último recorrido por la ciudad. Aquel día había más de cinco mil personas, según reporteros locales.

La marcha fúnebre caminó por las calles que fueron escenario de las balas y los gases lacrimógenos. El luto masivo cruzó el río Chumbao, subió por la avenida Perú, y en el cruce con el jirón César Vallejo, donde está ubicada la comisaría de Andahuaylas, un grupo de policías formó un cordón para evitar que las personas siguieran exigiendo justicia.

Andahuaylas había perdido a sus dos primeros hijos. La rabia y las lágrimas se convertían en cada paso. Nada iba a detener a quienes habían sido reprimidos, desaparecidos y olvidados por siglos. La línea de policías se quebró en segundos. Los ataúdes de David y Beckham siguieron andando, pero en segundos volvió la violencia de los agentes policiales. Los familiares de las víctimas y los demás civiles se dispersaron.

Ruth y sus compañeros se escondieron de los disparos junto a Rosmari, su profesora de quechua. Cuando ya no oyeron nada, salieron y se dirigieron al velorio. Después fueron a la casa de David para dar apoyo a la familia. Ruth se despidió de todos y luego caminó hasta el mirador de Huayhuaca. Desde allí todavía se escuchaban los disparos. Aquel día hubo más muertos y heridos. 

Ruth no soportó más. “Me cambié de colegio. Estaba en depresión. Temblaba. Me dolía la cabeza. Me desmayaba. Me fui a vivir a otro lado para recuperar mi paz mental. Después de meses volví. Fui de sorpresa al colegio. Nos abrazamos todos. Pero sentí un vacío. Vi el sitio de David. El salón no era el mismo. Ya no. Quería llorar, pero no lo hice porque mis compañeros también son sensibles. Él nos hace falta. Cuando ando por ahí, por la feria o el mirador, lo recuerdo. Recuerdo cuando él se ponía un audífono y yo el otro mientras el profe explicaba. Tengo mis cuadernos del año pasado. En mi celular tengo las conversaciones con las músicas que él me pasaba… Solo quedan recuerdos. Es injusto. Si ella (Dina Boluarte) no hubiera entrado a ese cargo, él estaría aquí y muchas personas más”, cuenta Ruth.

Michel dice que acabó su último año escolar, con baja rendición. “La verdad, me siento muy mal, era como mi hermano. No me siento bien cuando recuerdo lo que le pasó o cuando veo su foto. Trato de superar. Me duele la cabeza. El Estado hizo muy mal, la policía no sé por qué disparó. Me siento muy mal, no me siento bien. Estoy traumado”, comenta.

“Ahora, ¿quién va a cuidarme?”, se pregunta Cilia. “Quiero justicia, hasta donde sea voy a llegar, quiero que reconozcan a mi hijo. ¿Acaso mi hijo es 50 mil soles? ¿Eso cuesta su vida? Aunque esté muerta seguiré luchando”, dice con firmeza. 

David nació el 14 de julio de 2007. Hoy tendría 17 años. Su familia fue a visitarlo al panteón, pero su madre y su hermanito Dylan decidieron visitar su nicho simbólico, construido en el lugar exacto en donde fue asesinado, a diez minutos de la pista de aterrizaje del aeropuerto de Andahuaylas, pasando una sequía, entre dos campos de cultivo, ahí yace su memoria y su último latido.

Clia y el pequeño Dylan frente al nicho de David. Fotos: Flor de Milagros Núñez Chalco

Cilia lo acompañó, se sentó a su lado y platicaron. Su hermanito Dylan vio los dulces que le había dejado su madre, y le pidió permiso a Davicha —como suele llamar a su hermano mayor fallecido— para comerse uno. Luego de ello, se despidieron. 

Ahora Cilia vive en otra casa. Tiene una pequeña tiendecita. Convive solo con sus dos hijos menores y con tres chanchitos. Cilia, como los padres, madres o hermanos que han perdido a sus familiares, sigue llorando a David. En su mirada lo piensa, lo extraña, lo quiere de vuelta. Cilia muestra su celular, el que usa para contestarle a familiares, amigos o periodistas. Lo coloca sobre sus palmas. “Es de mi hijo”, dice.

La familia de David dice que a veces piensan que viven en un sueño donde David está trabajando, pero lejos, muy lejos.

Cilia descansando con el retrato de su hijo, David. Fotos: Flor de Milagros Núñez Chalco

Fotografía: Flor de Milagros Núñez Chalco

Edición: Carolina Morales Esteban

Texto: Jair Sarmiento Aquino

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